Adiós a Juan Forn, un viento fresco en la literatura argentina

Dalia Ber

}Juan Forn murió en el Día del Padre. Su cuento más famoso, Nadar de noche, en el libro homónimo, narra el encuentro entre un padre muerto cuatro años antes y su hijo vivo, ante quien aparece para dialogar junto a una pileta acerca de lo que sucedió durante su ausencia.

“Era demasiado tarde para estar despierto, especialmente en una casa prestada y a oscuras”, arranca el relato, uno de los ocho que reúne el libro, aunque la idea era incluir uno más como un homenaje a los Nueve cuentos de su admirado J.D. Salinger pero finalmente no fue así. Porque Forn honraba a sus maestros pero a la vez siempre inventaba algo nuevo.

“—Yo creí —dijo, desde ese lugar— que vos veías todo lo que pasaba acá, desde donde estabas.

La cabeza de su padre se movió levemente a uno y otro lado, varias veces.

—Lamentablemente no. Es bastante distinto de lo que uno se imagina. Él miró la pileta y tuvo la sensación de que no controlaba lo que decía ni lo que iba a decir.

—Si supieras la cantidad de cosas que hice en estos años para vos, pensando que me estabas mirando”.

El padre de Forn murió cuando él tenía 24 años. Durante largo tiempo consideró esta circunstancia como una fuerte pérdida, pero en algún momento descubrió que la falta de esa mirada censora, y de la obligación de responder a las exigencias paternas, se había vuelto “casi una liberación”.

Juan Forn había nacido en 1959 en Buenos Aires. Escritor y editor, llevaba una vida a máxima velocidad hasta que, en 1996, se le declaró una pancreatitis y se retiró a vivir a Villa Gesell. Allí murió este domingo, a causa de un infarto que seguía a problemas coronarios previos.

Ya había publicado sus libros Corazones cautivos más arriba , Frivolidad , Puras mentiras, María Domeq y Nadar de noche.

En una nota escrita pocos días después de la muerte de Abelardo Castillo, su maestro literario, además de rescatar todas sus enseñanzas en el plano de las letras dijo que él había ocupado el lugar del padre cuando le había tocado quedarse sin el suyo.

“Este chico está malgastando semana tras semana su don escribiendo columnas periodísticas cuando podría estar escribiendo cuentos”, dijo Forn que decía Castillo, en referencia a sus celebradas contratapas en Página/12, reunidas en distintos libros.

“Él pensaba que si yo inventaba una historia era mejor, de más categoría, porque había una invención o eso implicaba un esfuerzo superior de literatura”, me dijo. Y continuó su diálogo imaginario con el padre-maestro literario: “Me aman por lo que escribo. Y hago cosas que ni se imaginan estilísticamente hablando. Y que lo digas vos, tan luego vos, me da una pena… que no te puedo explicar”.

En aquella oportunidad, en una extensa charla que se prolongó durante toda la tarde en el departamento de Recoleta en el que paraba cuando estaba en Buenos Aires, Forn habló de cuentos y novelas, a los que pensaba volver cuando fuese “más viejo y más sabio”, y quizás dejara atrás la etapa de los artículos, en la que creía que lo que mejor le salía era contar historias reales.

“Era el más lindo del mundo, el mejor editor del mundo”, dice de Forn Ignacio Iraola, Director editorial del Grupo Planeta. Iraola entró a la empresa en 1991 y fue promovido de la mano de Forn, que entonces era el jovencísimo editor de la colección Biblioteca del Sur, que se proponía renovar la literatura argentina e incorporar nuevas voces y llegar a una gran cantidad de lectores, lo que era un ruptura con una tradición más bibliófila.

En ella publicó libros de autores como Rodrigo Fresán, Alberto Laiseca, Alicia Steimberg, Antonio Dal Masetto, Rep, Tomás Abraham y otra larga lista. También dirigió Espejo de la Argentina, un sello con el que publicó el boom editorial Robo para la corona, de Horacio Verbitsky, y Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, el primer libro que contrató en Planeta y el último que publicó, antes de dejar la editorial y fundar el suplemento Radar, en el diario Página/12.

El arte, ese potro

Juan Forn decía que no sabía si alguna vez se había propuesto ser editor, como si había querido ser poeta. Pero llegó a ser uno de los más importantes de la Argentina. Y señalaba un momento crucial en el despertar de este recorrido, cuando a días de haber sacado su primer libro se cruzó durante unos minutos con Ricardo Piglia. “El criterio que tiene uno como lector es selectivo, el criterio que tiene uno como editor debe ser aglutinante”, sentenció el maestro. Esa enseñanza lo acompañó por el resto de su vida.

Reconocía Forn: “Evidentemente tengo cierta capacidad de empatía con el texto que leo, lo mismo para poder pensar con la cabeza del que lo escribió. Creo que eso ayuda bastante a ser editor. Se me manifestó primero cuando trabajaba en Emecé y después con mi fanatismo por las buenas revistas. Sentir que diferentes voces expuestas todas juntas producen un efecto superior a la suma de sus partes. Es precisamente esto, aglutinar, buscar diferentes registros que para uno tienen relación con el signo de los tiempos y juntarlos”.

Decía, a la vez, en referencia al arte: “Para mí el arte es una especie de potro desbocado, al que si se lo conduce en cierto sentido cobra la potencia y la velocidad que no tiene ningún otro, pero que si se lo deja solo hace lo que quiere”.

Y como editor en los últimos años condujo, desde la colección Rara avis, libros como Las malas, de Camila Sosa Villada, una novela a la que empujó a cobrar la potencia y la velocidad suficientes como para arrasar con todo a su paso, entre otras cosas con el Premio Literario Sor Juana Inés de la Cruz, y el reconocimiento de miles de lectores.

“Uno no escribe con palabras, escribe con ideas”, era una de las enseñanzas que brindaba Forn a sus alumnos de escritura. Y se suma a tantas otras que pueden tomarse de cualquiera de los libros que deja o de las innumerables contratapas que escribió, nacidas en la Biblioteca Popular de Villa Gesell. Allí empezó a probar de qué se trataba eso de contar acerca de todo lo que había estado leyendo desde que se propuso ir a vivir junto al mar, cuando descubrió que era algo así como un “jubilado de cuarenta años” con tiempo para leer todos los libros que tenía pendientes.

“Poníamos sillas, el pizarrón, llevaba una parva de libros y fotos que les mostraba a los participantes y les iba contando el cuentito. Así como lo hago por escrito, pero oral. Lentamente se fue formando un grupo”, me contó Forn. Y que su idea había sido “armar un simulacro lo más parecido a un documental”.

La gente, contaba Forn, permanecía en sus sillas durante las dos horas y media que duraba la exposición. La gran ventaja que tenían por sobre los lectores de las contratapas era que podían intervenir cuando quisieran y hacerle preguntas a él sobre los apasionados relatos que transmitía.

Como los encuentros eran de noche, cada tanto alguno se quedaba dormido. “Cuando llovía fuerte y el agua golpeaba contra el techo de chapa nos sentábamos en ronda, una ronda chiquitita para poder escucharnos, algunas veces se cortaba la luz y seguíamos con velas”, contó también.

Habrá que sentarse en ronda y contarse historias, entonces, en homenaje al maestro, que para todos sus aprendices de escritura fue también un poco un padre.

PK

Fuente: Clarin.com